POR EL AMOR DE UNA MUJER

lunes, 9 de noviembre de 2009

LAS DESVENTURAS DE UN TERRÍCOLA EN HUEVOLÁNDIAK por Antonio Macías



La cabeza de Mauricio Estévez es devastada por una calvicie recalcitrante, lo cual, unido a sus gafas redondas, le prestan un aspecto simplón e inocente.
Preocupado, examina la puerta de la calle, que se encuentra abierta. Días atrás, el empleado de la limpieza pública había astillado una amplia zona de la hoja recién barnizada al arrancar la cerradura con el pestilente cubo de los desechos mientras corría como un obús para vaciarlo en el camión de recogida. El trozo de madera y el dispositivo de cierre acabaron mansamente, sin sonido alguno, en el blando detritus del balde.
“Ayúdame, Dios mío, en el largo y penoso peregrinaje por las oficinas administrativas”, susurra Mauricio, con los ojos siguiendo la actitud errática de una mosca de caballo en el techo, desorientada por los efectos de un spray insecticida.
Estévez se dispone a abandonar su domicilio para interponer una reclamación ante las autoridades locales para que le reparen los daños causados, o al menos le sea concedida una compensación económica. Huevolándiak es un país en el que todo debe ser pedido por conducto reglamentario, de acuerdo con leyes muy rígidas. No existen fronteras, pues es el único estado que ocupa la parte sólida de la superficie de Lucántek, un planeta de otra galaxia en el que pulula una especie de bípedo de piel blanca y elevado porte. Sus funcionarios y administrativos, al acomodarse en ostentosos edificios de oficinas, se han convertido en algo semejante a termitas alojadas en escritorios viejos. Utilizo el nombre de los destructivos insectos para referirme a unos huevolandeses con traje y corbata que se sientan tras su mesa de acero, aleación muy apreciada en el lejano planeta, usada por personas de categoría dentro de la administración.
La campanilla de la garganta de Mauricio sufre ya el desgaste producido por los explosivos martillazos de las kaes al final de las palabras, característica que define la apreciable diferencia entre el lenguaje oficial escrito de la administración de Huevolándiak y la lengua terrestre.
Una vez en la calle, Mauricio se vuelve para contemplar el desgarro en la puerta sin cerradura. En esas condiciones llevaba nuestro protagonista dos días. Ustedes se preguntarán por qué se demora en denunciar su situación de desamparo, pues en tales circunstancias nadie puede salir de casa tranquilo ante el riesgo de verse desprovisto de sus pertenencias. Hay una importante actividad antisocial en un sector de la población, que, como en la Tierra, abunda en Lucántek.
Mauricio no es nuevo en el planeta y sabe que también aquí las cosas de palacio van despacio. Para las reclamaciones, es obligatorio que el damnificado deje transcurrir un lapso de dos días antes de dar curso a su petición.
El carácter de Mauricio es respetuoso y prudente, no exento de timidez, la cual trata de disimular con una amplia sonrisa de anuncio de pasta dentífrica cuando se encuentra en el entorno de los encopetados administrativos. Sufre de estrés e insomnio la noche antes de acudir a una oficina pública para dirimir un asunto de relevancia o recuperar un impuesto indebidamente “impuesto”. Es digno de mención que a la hora de cobrar, las ventanillas del devorador monstruo del gobierno se abren ante el ciudadano, y asoman unas garras, controladas por computador, que arrebatan en un guiñar de párpado la presa pecuniaria de manos del contribuyente.
Estévez acaba de iniciar su largo Vía Crucis hacia el Gólgota de Munak, un moderno edificio sito en la cima de un monte a cuya azotea habían llevado una vez a tres habitantes para ser crucificados; un contribuyente y dos funcionarios. Estos dos últimos eran cabecillas de un facineroso grupo de honestos administrativos, actualmente prófugos.
Según cuentan las crónicas del cosmos extra-solar, cuando los probos líderes rebeldes estaban a punto de ser atados a los maderos para su crucifixión, consiguieron huir y se refugiaron en el hoyo producido por un aerolito en la costra lucantiana, en espera de una situación propicia para volver. Mientras tanto, los gigantescos parásitos de traje y corbata continúan apoltronados en sus oficinas, cubiles donde pueden desenvolverse en la más “impune legalidad”.

* * *


—¿Qué quiere? --surge un gruñido detrás de la ventanilla cerrada. Una pupila grande y una nariz de anchos agujeros asoman por la rendija que permite la abertura.
—Verá... —balbucea Mauricio— Hace dos días un empleado de la basura...
--¿Un empleado de quéee? —interrumpe, altanero y apabullante, el funcionario desde el otro lado de la vítrea barrera esmerilada.
--Un empleado de la basura... —repite el solicitante intuyendo que el diálogo no ha empezado bien.
--¡Un señor de la limpieza, oiga! ¡Un señor de la limpieza! —recalca el otro con grosería--. Aquí nadie recoge basura, aquí se hace limpieza. No somos puercos —tras una pausa producida por la indignación continúa--: Abrevie, que no tengo todo el día. Me ha pillado cuando escuchaba por el transistor que el Calicántok perdió ayer por siete a cero frente al colista. Y para colmo, a mi mujer se le ocurrió anoche salir a cenar y regresamos tarde. Por eso no me he enterado hasta ahora de la derrota de mis chiquillos. Bueno. Menos cháchara y al grano, que el lunes no ha hecho más que empezar, y entre mi equipo y usted ya me he puesto de mala leche.
—Lo siento —dice Mauricio poniendo cara de funeral--.
Como le decía, fue el empleado de la limpieza... —suspende el discurso para llevar oxígeno a los pulmones, que se le habían desinflado como un colchón con un poro del grosor de un dedo—. Su honesto empleado, y conste que fue sin querer, al salir de mi casa con el cubo de la basura…
--¡Y dale con la basura…!
—¡Perdón, perdón…! Quiero decir que, al salir con el cubo de la limpieza, se le enganchó en la cerradura y me la descuajaringó.
--¿Se la qué...?
—Me la descuajaringó. Me la hizo polvo --el semblante de Mauricio sigue dominado por una expresión sombría. --¿Se la hizo polvo? ¡Ah!, eso no es aquí. Tiene que ir al departamento de objetos empolvados, seis pisos más arriba. Para ahorrar tiempo, vaya rellenando el formulario.
La ventanilla se abre algo más, lo suficiente para permitir la salida de unos dedos huesudos, de aspecto acerado, que depositan ante nuestro hombre un grueso volumen de páginas amarillas, una especie de enciclopedia resumida. La pequeña abertura a lo desconocido se vuelve a estrechar lo justo para que asome el displicente hocico.
--¿Objetos empolvados? —pregunta Mauricio con extrañeza.
—¿No acaba de decirme que nuestro empleado le hizo polvo la cerradura?
--Sí. La arrancó de la puerta.
—Vamos a ver. O yo no me entero, y estúpido no soy, o usted no se expresa como Yavek manda. ¿Su cerradura fue arrancada o hecha polvo? ¿En qué quedamos?
—Creo que fue arrancada —dice Mauricio, desconcertado.
--Usted está loco y me va a volver loco a mí. Diríjase al departamento de averías casuales, en el noveno piso. Le sirve ese mismo formulario. Ah, le aconsejo que sea breve, porque mi compañero también es del Calicántok y debe estar de un humor… A propósito, ¿trae la cerradura para el presupuesto?
—No.
—Otra vez metió usted el ganado en el corral que no es—señala el tipo misterioso después de chasquear la lengua--. ¿Cuándo aprenderán estos extranjeros? Si la cerradura no está hecha polvo, quiero decir, se conserva entera, ¿por qué no la ha traído? Se la van a pedir para valorar los costos de la reparación, hombre.
--Es que en casa no la encuentro. Se la llevó el de la basu..., perdón, limpieza.
—¿Cómo? ¿Nos tacha de ladrones? —arguye el otro con la nariz tornándosele del rojo de un pimentón--. ¡Esto es insólito!
De pronto desaparece aquel apéndice, y la ventanilla se cierra con un golpe violento. Una placa metálica encima de la abertura, ahora clausurada, muestra el nombre del funcionario que acababa de atender a nuestro hombre: Sr. Estupídnik.



* * *


Mientras Mauricio recorre lentamente, peldaño tras peldaño, la distancia hasta el noveno piso, ya había decidido arriesgarse a presentar la solicitud sin cerradura, por no volver a casa en busca de algo que sabe que no va a encontrar. Comienza a musitar el padrenuestro huevolandés: “Papá nuestro que estás no sabemos dónde, atendidas sean nuestras súplicas…”
Le arde el estómago desde que había musitado sus primeras plegarias al entrar en el edificio Munak, quemazón que ha aumentado tras el rifirrafe con el funcionario. Tiene que vencer los temblores y eliminar la sequedad de la lengua. Extrae del bolsillo de la chaqueta un caramelo en papel de celofán, lo abre y se lo introduce en la boca. Su rígido maxilar comienza a moverse, con una protuberancia en la mejilla semejante a un flemón, y el sensual sabor del dulce hace que las glándulas segreguen saliva.
—Sernik, ¿eres tú? —surge una voz masculina desde una dependencia, un cuarto pequeño destinado a archivar carpetas en estanterías.
--¿Qué quieres? -- pregunta un gigantón joven, que precede a Mauricio en el lento ascenso por las escaleras y que se le había unido en el sexto piso.
--¿Dónde has puesto el alcohol de la multicopista?
—¿Qué alcohol?
—Dos litros que había en una garrafa con una etiqueta que decía agua —contesta el de la oficina.
--Lo tiré al baño hace un rato y la garrafa me la llevé para comprar vino. —¿Qué lo has tirado, pedazo de imbécil? Cuando se entere el jefe, la que va a armar. ¿Qué le digo yo al señor Paludik? Porque era el alcohol que había para hacer los panfletos sobre los buzones de sugerencias.
--¿Y a quién se le ocurre, pedazo de mamut, meter alcohol en un envase etiquetado como agua?
Mientras Sernik y el otro intercambian reproches, el primero y Mauricio por fin alcanzan el noveno piso. Allí se abre una encrucijada de pasillos donde nuestro hombre se siente más despistado que una oveja en una discoteca. Sernik desaparece a través del corredor más próximo como si le pinchasen con un trente por detrás, y Mauricio se dirige a la pequeña dependencia de donde había provenido el vozarrón. Allí ve a otro gigante huevolandés, con rostro preocupado y los cabellos emergiendo de su cabeza como una escoba.
Este tipo se encuentra de pie junto a una mesa de oficina, que parece una mesita de noche en comparación con la estatura del empleado, y que sirve de base a una máquina impresora con un rodillo metálico recorrido por vetas de tinta azul.
—¿El baño, por favor? —pregunta Mauricio, cuyo vientre acaba de propinarle un retortijón y un crujido de tripas. El encontronazo con el funcionario del primer piso no había hecho más que descomponerle el cuerpo.
--Al final de este pasillo, a la derecha —responde el encargado de la multicopista, la cual le recuerda a Mauricio los mismos artefactos utilizados por unos amigos suyos que el gobierno terrícola detuvo en una redada bajo la acusación de elaborar propaganda subversiva.
Mientras se dirige a su destino inmediato, el W.C., con pasos cada vez más apremiantes y su cartapacio de solicitud bajo la axila, se hace insostenible el martirizante dolor de intestinos. Tal es la presión de los gases contra el esfínter de nuestro atribulado protagonista que éste no puede impedir que aquellos irrumpan sonoramente al exterior. --¿Otra vez comiste alubias, Sernik? Mauricio ha oído al tipo de la oficina y se apresura a refugiarse dentro del W.C. antes de que aquél salga al pasillo.





* * *


El baño es una estancia amplia de techo alto. A más de un metro sobre el nivel del piso, cuelgan numerosos orinales como huevos de dinosaurio desprovistos de la mitad del cascarón.
Para cualquier terrícola de estatura normal sería imposible efectuar la micción en aquellos abombados receptáculos, a no ser que se aupara sobre un objeto, un suplemento, que le permitiese alcanzar la altura necesaria, pero Mauricio no puede demorarse; su otra necesidad le exige evacuación inminente. El extranjero entra en un reservado con la puerta abierta. Como supondrá el lector, las tazas de los drenajes son de un tamaño superior a las del planeta Tierra y a la de la casa de Mauricio.
Estévez se afloja el cinturón y deja caer hasta los tobillos sus prendas inferiores. Se coloca de espaldas a la pared de cerámica y a una ventana cerrada que hay en ella. Al ponerse de puntillas, ve que es incapaz de sentarse. Con el grueso cuaderno atenazado entre los dientes, extiende ambos brazos hacia atrás y pone las manos en la protección de plástico que cubre el borde del elevado trono blanco.
Mordiendo con fuerza el legajo de papeles y acuciado por la crisis ventral del momento, con un esfuerzo sobrehumano se iza a pulso hasta que sus posaderas encuentran un acomodo tambaleante sobre la taza, cuyo diámetro interno resulta holgado para la nueva visita. Manteniendo apenas el equilibrio y apoyando su peso en los muslos sobre el filo ovalado, Estévez descarga con alivio su tormento fisiológico.
Ya tranquilo, examina, una tras otra, las páginas del formulario de solicitud. Mientras lee, extrae y enciende un cigarrillo. “Qué complicados son para arreglar una vulgar cerradura. Con esta mentalidad no se puede vivir”, dice para sus adentros. “Regreso a la Tierra. Lo malo es que el próximo cohete no sale hasta dentro de un lustro lucantiano. Bueno, en ese tiempo podría vender la casa y el mobiliario”.
Mauricio inhala una pequeña cantidad de humo. No le agrada el tabaco local, pero qué puede hacer en un planeta que no es el suyo sino aceptar los productos autóctonos.
Su figura rechoncha bascula suave y peligrosamente hacia adelante y hacia atrás con el fósforo encendido en la mano derecha, el cigarrillo en la izquierda y la cabeza inclinada a un lado, en un gesto mezcla de adormecimiento y de resignación, como si le abrumasen los recientes sucesos. Mecánicamente desplaza la minúscula tea ardiendo hacia atrás y la deja caer al fondo del drenaje por el hueco que forma la parte inferior de su espalda y la taza. No se sobresalten ustedes ante lo que sigue, pero un chorro de fuego, una súbita llamarada, una deflagración roja y azul envuelve por completo a Mauricio, que parece un demonio surgiendo del infierno con los ojos como dos globitos a punto de estallar. La sorpresa y unas dolorosas quemaduras en sus partes pudendas le hacen dar un salto involuntario de tal magnitud, y con tan mala fortuna, que su calva se estrella contra el borde inferior de la hoja de la ventana, que una corriente de aire casual había girado hasta medio recorrido.
—¿Qué ocurre, Sernik! —inquiere el tipo de los pelos de punta al oír los gritos de Mauricio.
—No sé, Erítzok. Ha sido en los baños. Acércate a ver quién es –dice mientras se prepara una agüita con púas de cardo.


* * *


Mauricio es transferido inconsciente al hospital nacional de Huevolándiak con la rapidez usual en el planeta, es decir, en un carruaje ambulancia tirado por un par de renos. Al cabo de cuarenta y ocho horas, los médicos llegan al siguiente diagnóstico: “Terrícola con rotura de tabique nasal y abundante hemorragia. Minúsculas incrustaciones de vidrio en el cristalino de ambos ojos. Fuerte traumatismo longitudinal, causado por objeto de filo, en el centro del cráneo con corte y separación del cuero cabelludo, sin afectar a hueso alguno. Quemaduras de pronóstico reservado en ambas nalgas. Escroto convertido en dos betarragas al grill”.
Durante su permanencia en el centro hospitalario, a pesar del tormento de las curas, Mauricio es afortunado, pues una de las enfermeras amablemente se encargó de rellenar y formalizar los documentos para la reposición de la cerradura en el domicilio del paciente.
Dos meses lucantianos más tarde, cuando Mauricio Estévez regresa a casa, con las piernas separadas por las secuelas de las quemaduras en sus carnes, encuentra la puerta como la dejó, sin cerradura. Por debajo de la madera asoma el membrete en negritas de un sobre amarillo. Estévez lo toma con avidez, abre la liviana sepultura de papel y extrae una carta cadavérica y apergaminada. Engurruñiendo los ojos y alejando el documento consigue leer el escrito, cuyo contenido lacónico, en lengua oficial lucantiana, es el siguiente:

“Huevolándiak, 132 de febrèrok de 15126

“Estimádok solicitàntek:

Sentimos comunicárlek que su peticiòn ha sídok desestimàdak por fáltak de pruebas o evidencias, al no haber aportàdok el cuérpok del presùntok delítok en la fórmak y plazos que màrcak la Leyk.

Atentaméntek,


Ramónok Paludik
Secretáriok de Reclamaciones Ministeriales, Gobièrnok de Huevolándiak, (Lucántek).


Pero a Mauricio le aguarda otra desagradable sorpresa: la casa está completamente vacía. Mira en cada pieza, en los dormitorios, en la cocina, en el cuarto de baño. No queda ni un solo mueble en la vivienda. Habían desaparecido hasta la escoba y las bombillas y, por supuesto, la lámpara de tulipas celestes del living, muy apreciada por nuestro personaje; lo único que permanece del querido objeto es un pedazo de cable sinuoso que cuelga del techo, en forma de trenza, con signos de haber sido cortado. En desesperación, el hombre se lleva las manos a los ojos desprovistos de gafas, de los que brotan aguas de fuente.
En el suelo hay un diminuto e imperceptible objeto de color gris y azul; patas arriba yace el tábano que Estévez había envenenado tiempo atrás, antes de marcharse.